Un día, tuvo una brillante idea para librarse del ciempiés. Le escribió una carta como si fuera un admirador que viviera en tierras lejanas, y esperó a que el ciempiés volviera a su casa. Cuando abrió la carta, pudo ver escrito lo siguiente:
"Saludos:
Vengo de tierras lejanas, y en un corto viaje que hice a través de su bosque, tuve el placer de observar su danza. Tiene usted mucho talento, y me gustaría poder llegar a hacer algo parecido en mi vida. ¿Cómo lo hace usted, alterna las patas 43 y 15 o pasa de la 81 a la 76?
Gracias por su atención."
Después de leer esto, se dio cuenta de una cosa. El siempre había sido muy bueno, pero no sabía exactamente cómo bailaba. Esa noche no pudo dejar de darle vueltas a la idea, y cuanto más pensaba en ello, menos magia veía en aquel baile que a tantos había fascinado. Cuando llegó la mañana, se miró en el espejo antes de salir al exterior. Toda su vida se había resumido en bailar, y ya no veía ningún sentido en ello. Ese día no bailó. De hecho, nunca volvió a bailar.
Quizá alguien piense por qué he escrito una fábula en este espacio. Probablemente sea en esta fábula donde mejor podamos intuir la regla de oro de la vida. Al igual que el baile del ciempiés, es hermosa hasta que intentamos desentrañarla y comprender por qué, y para qué. La vida no tiene por sí misma ningún sentido. Es nuestro deber dárselo.
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